Los silenciados: el paisaje que configuró la violencia
Por Tatiana Pardo
El 24 de noviembre de 2016, luego de más de cinco décadas de confrontación armada y casi cinco años de negociaciones en Cuba, el grupo guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) y el Gobierno colombiano decidieron escribir un nuevo capítulo en la historia del país. El entonces presidente Juan Manuel Santos y el líder del grupo guerrillero Rodrigo Londoño, conocido como ‘Timochenko’, se comprometieron a dar por terminado el conflicto y, más importante aún, a “construir una paz estable y duradera” a partir de transformaciones profundas en distintos temas sociales, económicos y ambientales.
“Realmente, no existe algo así como los que ‘no tienen voz’. Existen los deliberadamente silenciados o los convenientemente ignorados”.
Arundhati Roy
La firma del Acuerdo de Paz no solo cambió la política, la cultura y la historia de Colombia; también abrió un nuevo espacio para el periodismo ambiental. Hoy, casi cinco años después de su firma, hemos visto que no hay una receta única para cubrir los desafíos y las oportunidades que llegaron desde ese momento. Cada historia, con sus matices y la complejidad que cobija a este país, requiere ingredientes especiales. Por eso, en este capítulo no pretendo dar lecciones ni recomendaciones inquebrantables, sino más bien entablar un diálogo constructivo sobre un futuro aún incierto.
Ese diálogo, como todo buen diálogo, comienza con preguntas: en un país donde tenemos categorías para los muertos –unos que son ‘asesinados’ o ‘masacrados’ y otros que son ‘dados de baja’ o ‘abatidos’–, ¿cuál es la palabra correcta para referirnos al paisaje que configuró la violencia? ¿Y si los sujetos no humanos pudiesen hablar y contarnos sobre cada vez que fueron testigos de un bombardeo aéreo; la voladura de un oleoducto; la entrada de un batallón en la montaña; la construcción de una trocha en medio del bosque tupido; la aspersión indiscriminada con glifosato a cultivos de pancoger y sitios sagrados; las miles de fosas cavadas; los cuerpos sin vida flotando y siguiendo la corriente del agua; las motosierras tumbando los árboles para luego sembrar coca o meter vacas; los suelos minados; el desplazamiento masivo; el secuestro en áreas protegidas…? ¿Qué nuevas historias podrían aflorar de todo esto? ¿Qué se nos está escapando? ¿Cuáles son las nuevas narrativas que vienen con el posacuerdo?
En las últimas seis décadas, la guerra nos dejó más de 261 000 muertos, 7 000 000 de desplazados, 4000 masacres, 15 000 víctimas de violencia sexual y 68 000 desaparecidos. En ese escenario, ¿hay alguna razón para poner sobre la agenda nacional a los ríos, los páramos, los manglares, las ciénagas o las selvas? ¿Es necesario debatir sobre el papel que tuvo la naturaleza durante el conflicto armado?
En este capítulo encontrarán algunas reflexiones personales relacionadas con estas preguntas y con la importancia del periodismo científico, entendido como transversal a la consolidación de la paz y necesario para que perdure en el tiempo; conceptos claves sobre las distintas relaciones que se tejen entre la naturaleza y los conflictos armados, y, finalmente, recomendaciones de expertos que llevan años investigando y analizando temas como la deforestación, la sustitución de cultivos de uso ilícito, el debate alrededor del territorio como víctima de la guerra, la reforma rural integral, el papel de los líderes ambientales en la cruzada por defender el patrimonio natural y su altísimo grado de vulnerabilidad. Como se verá a lo largo del capítulo, estos ejes y recomendaciones seguramente trazarán el rumbo de nuestra agenda informativa durante los próximos años.
Los distintos roles de la naturaleza
Guerras civiles como las de Liberia, Angola y la República Democrática del Congo han girado en torno a recursos de “alto valor” como la madera, los diamantes, el oro, los minerales y el petróleo. Sin embargo, rara vez los factores ambientales son la única causa del conflicto violento. Más bien, se trata de un coctel con varios ingredientes.
El Programa de las Naciones Unidas para el Medioambiente (PNUMA) calcula que, en los últimos sesenta años, más del 40 % de los conflictos armados internos están relacionados con los recursos naturales. Estos tienen el doble de posibilidades de volver a producirse en los primeros cinco años después del cese de hostilidades. A pesar de esto, menos de una cuarta parte de las negociaciones de paz han abordado la cuestión de sus mecanismos de gestión.
La investigación y la observación que ha realizado la ONU sobre el terreno indican que los recursos naturales y el medioambiente contribuyen al estallido de conflictos principalmente de tres maneras:
- Por el reparto injusto de la riqueza derivada de la extracción de recursos de “alto valor” como minerales, metales, piedras, hidrocarburos y madera, pues la abundancia local de recursos valiosos, combinada con la pobreza aguda o la falta de oportunidades para otras formas de ingresos, crea un incentivo para que los grupos traten de obtener el control de territorios.
- Por el uso directo de recursos que son escasos, como la tierra, los bosques, el agua y la vida silvestre. Estos conflictos se producen cuando la demanda local de recursos excede la oferta disponible o cuando una forma de uso de los recursos ejerce presión sobre otros usos. Esas situaciones suelen agravarse por presiones demográficas y desastres naturales (inundaciones y sequías, por ejemplo).
- Porque hay países, en ocasiones políticamente frágiles, cuyas economías dependen de la exportación de un conjunto reducido de productos básicos primarios. A esa dependencia se le conoce como “la maldición de los recursos”. Se da cuando un Estado se convierte en rehén de las fluctuaciones de los precios en los mercados internacionales.
Independientemente de que los recursos naturales desempeñen o no un papel causal en el inicio de un conflicto, pueden servir para prolongar y mantener la violencia. En particular, los recursos de “alto valor” pueden utilizarse para generar ingresos destinados a financiar las fuerzas armadas y la adquisición de armas. En Colombia, los cultivos de coca en Putumayo, Caquetá y Guaviare; las minas de oro en el nororiente antioqueño, el sur de Bolívar y Chocó; la zona bananera de Urabá; las minas de carbón en Cesar, y las plantaciones de amapola en las montañas de Cauca y Tolima fueron lugares estratégicos para cumplir con esos fines.
También es importante entender los distintos impactos que la guerra puede tener en el ambiente, pues esto nos permite atar cabos y aterrizarlos a las realidades territoriales de Colombia. Según el PNUMA estos impactos se inscriben en las siguientes categorías:
- Directos: son causados por la destrucción física de los ecosistemas y la vida silvestre o la liberación de sustancias contaminantes y peligrosas en el ambiente natural.
- Indirectos: son el resultado de aquellas estrategias utilizadas por las poblaciones locales y desplazadas para sobrevivir a la perturbación socioeconómica y la pérdida de servicios básicos causada por el conflicto.
- Institucionales: son la consecuencia de una perturbación de las instituciones estatales y los mecanismos de coordinación de políticas públicas. Este problema en las instituciones crea espacios para la mala gestión, la falta de inversiones, la ilegalidad y el colapso de las prácticas ambientales positivas. En estos casos es probable que los recursos financieros no sean inyectados a servicios esenciales (salud, educación, ambiente) y se desvíen hacia objetivos militares.
No obstante, no todo es tan sencillo. Una de las paradojas que estamos viendo en este momento es que, así como la guerra ha tenido un impacto negativo sobre el ambiente, también es evidente que permitió la conservación de vastos territorios que estuvieron vedados durante décadas no solo al Estado, sino también a proyectos industriales, de infraestructura vial, a grandes asentamientos humanos y a la entrada de científicos o de un turismo avasallante.
Así como los actores ilegales financiaban y prolongaban la guerra a partir de actividades como la minería ilegal de oro y el narcotráfico (perjudiciales para los ecosistemas), también defendieron bosques en la medida en que les fueran útiles para establecer corredores de movilidad, retaguardias clandestinas y, en general, una ventaja militar en la guerra de guerrillas. Debido a lo anterior, estos actores han prohibido prácticas como la pesca con dinamita, la caza que no sea para seguridad alimentaria, la contaminación de fuentes hídricas o la disposición inadecuada de basuras. Cuando alguien incurría en una de estas faltas, era penalizado con castigos que oscilaban entre el escarnio público, la limpieza, el trabajo social y la muerte.
Una de las paradojas que estamos viendo en este momento es que, así como la guerra ha tenido un impacto negativo sobre el ambiente, también es evidente que permitió la conservación de vastos territorios que estuvieron vedados durante décadas no solo al Estado, sino también a proyectos industriales, de infraestructura vial, a grandes asentamientos humanos y a la entrada de científicos o de un turismo avasallante.
De cualquier modo, no es conveniente generalizar. No es lo mismo narrar la guerra desde el parque natural Sierra Nevada de Santa Marta, donde la jefa del área protegida fue asesinada a tiros y años después su homólogo tuvo que salir del país por amenazas de muerte, a hacerlo desde el parque Serranía de Chiribiquete, una formación rocosa milenaria, con 75 000 pinturas rupestres, que durante muchos años fue completamente desconocida para la mayoría de mortales y solo saltó a la fama hasta después de que se firmara el Acuerdo. En ese momento se encontraba en un altísimo grado de conservación; hoy está acorralada por la deforestación y la criminalidad.
También hay casos contradictorios. En abril de 2020, disidencias de las FARC repartieron panfletos firmados en los que se invitaba a los campesinos a talar la selva amazónica y a declarar “objetivo militar” a la cooperación internacional y a los institutos de investigación científica del Estado: “El Gobierno no resuelve el problema de la tierra y el buen vivir de los campesinos. Por lo tanto, nuestra organización abre la posibilidad de que se tumbe la montaña, aclarando que debe tumbar quien no tenga tierra y solamente la cantidad que pueda trabajar. Primero tienen que arreglar los rastrojos y deben dejar un margen de 50 metros a la orilla de las fuentes hídricas. Es prudente cuidar el medioambiente, pero no por eso el campesino debe privarse del buen vivir”, afirma el panfleto.
La dualidad no es nueva. Carlos Carreño, alias ‘Sergio Marín’, economista de la Universidad Nacional, militante de las FARC durante 22 años y hoy vocero de los temas ambientales del partido, dio indicios sobre esta cuando lo entrevisté para el especial periodístico Especies: una nueva expedición de El Tiempo y Canal Trece:
Usted habla de que fueron cuidadores del ambiente, pero este también fue una víctima más de sus acciones: la voladura de oleoductos, la minería ilegal o los cultivos ilícitos…
Lo primero que hay que tener en cuenta es que las FARC no es una organización que haya nacido para proteger bosques. No es ese el sentido. (…) Nuestra presencia evitaba que esas regiones se devastaran totalmente y que las compañías multinacionales entraran a arrasar con todo lo que encuentran a su paso.
¿Qué participación estarían dispuestos a tener para restaurar ecosistemas degradados en el marco de la guerra?
Repito: la base de nuestro discurso no es tratar de preservar la naturaleza de una devastación que se cierne, sino transformar estructuralmente las condiciones económicas, políticas y sociales del país, que es lo que nosotros vemos como garantía para que la naturaleza pueda sobrevivir.
Como parte de mi trabajo, he tenido la oportunidad de hablar con algunos exguerrilleros sobre su relación con el ambiente y el conocimiento empírico que han adquirido en el monte. Muchos tienen la geografía nacional calcada en su cabeza y varios podrían nombrar y ubicar los ríos sin titubear un segundo.
Los conocimientos de estas personas son algunas de las nuevas historias que merecen ser contadas. Después de todo, el cubrimiento de los asuntos ambientales no necesariamente debe estar amarrado a una noción de conflictividad. No es requisito que la historia tenga tres “bandos” enfrentados en la arena para que el público se interese por el tema. Los cambios de comportamiento positivos, las buenas iniciativas locales, las innovaciones científicas que ayudan a resolver problemas cotidianos, los escenarios que se vuelven espacios de reconciliación, aunque sean soluciones modestas, forman parte del periodismo ambiental y son necesarias. El Acuerdo de Paz marca un punto de inflexión que nos permite abordar estas discusiones pendientes.
El posacuerdo también ha abierto un abanico de posibles historias con la apertura de estas áreas, antes controladas por las FARC, a grupos de científicos e investigadores de otras disciplinas. En 2017 escribí sobre esta apertura en un reportaje para El Tiempo. En ese entonces los científicos que formaban parte de las expediciones Colombia BIO habían encontrado 89 posibles nuevas especies para la ciencia, 164 especies bajo algún grado de conservación y 100 especies endémicas (que solo habitan aquí). En 2020, son casi 170 nuevas especies halladas en territorios antes ocupados por las FARC. ¿Cuáles son? ¿Cuál es la historia detrás de ellas? ¿Qué desafíos tuvieron que sortear los investigadores para llegar a ellas? ¿Cómo supieron que eran nuevas? ¿Cómo se llaman? ¿Ya están descritas? ¿Qué características especiales tienen?
Esto me dijo Francisco Gamboa, líder del ETCR ‘Marco Aurelio Buendía’, ubicado en Charras (Guaviare), en su primer taller sobre inventarios de la biodiversidad:
Si yo le contara todas las maravillas que he visto, usted no me creería. Para nosotros es difícil ponerle valor a la naturaleza, ¿sí me entiende? Yo todavía no comprendo cómo es que la gente paga por bañarse en cascadas o ver un sendero; si es que durante 20 años yo viví rodeado de esto… La Amazonía es impresionante, se lo juro. ¿Chiribiquete? Pfff, ni le digo. Ese paisaje, allá arriba de los tepuyes… Sus ojos nunca han visto algo más hermoso. Y yo extraño eso. A veces en medio de tantas reuniones lo único que quiero es irme al monte a pensar. A estar tranquilo. A escuchar la brisa y los animales. A conectarme otra vez.
Los cambios de comportamiento positivos,
las buenas iniciativas locales, las innovaciones científicas que ayudan a resolver problemas cotidianos, los escenarios que se vuelven espacios de reconciliación, aunque sean soluciones modestas, forman parte del periodismo ambiental y son necesarias.
Los recursos naturales y el medioambiente pueden contribuir a la consolidación de la paz mediante el desarrollo económico y la generación de empleo. El turismo científico y de aventura es una de esas oportunidades, pero hay otras como la piscicultura, las granjas agroecológicas, las artesanías, la apicultura, la elaboración de morrales, botas y mermeladas, el café y la cerveza artesanal. Todos los emprendimientos, de distintas cooperativas, forman parte de Economías Sociales del Común (Ecomun).
Estas cinco recomendaciones podrían ayudarte en tu investigación:
Reconoce el lugar que habitas → Antes de visitar el sitio donde ocurre tu historia debes llegar con la tarea hecha: estudia la geografía de tu vereda, municipio, departamento o región. Es importante que identifiques las características propias del lugar en el que vives o en donde harás la reportería. Reconoce dónde están ubicados los ríos más importantes, los páramos, los resguardos indígenas, los territorios colectivos de comunidades negras y los parques nacionales. La naturaleza es un sistema interconectado, por lo que problemas que son aparentemente lejanos pueden impactar en tu territorio más de lo que imaginas. Si no eres consciente de esas particularidades, es muy probable que se te escapen preguntas cruciales.
Transversaliza → Piensa en la comida que llega a tu mesa cada día, en el aire que respiras, en la basura que generas, en el transporte que usas y en la ropa que compras; todos estos temas incluyen variables ambientales. Es crucial que los periodistas y editores entendamos que el periodismo científico no es una burbuja aislada dentro de una sala de redacción. Todo lo contrario: es transversal a asuntos económicos, sociales, políticos y culturales. En la medida en que escudriñes más y más en un problema, lograrás atar cabos y tender puentes con otras fuentes. Intenta siempre incluir preguntas ambientales en tu trabajo.
Complejiza y brinda contexto → No subestimes la inteligencia de tu audiencia. Tú no eres un “traductor” de la ciencia, sino un reportero creativo y audaz que encuentra las palabras indicadas para llamar la atención de un público sobre determinado tema. Aunque tú entiendas las complejidades que se tejen alrededor de tu investigación, porque llevas semanas o meses indagando, es muy probable que tu audiencia no lo sepa. Tómate el tiempo de explicar. No uses palabras rebuscadas para alcanzar esa meta. Bríndale un contexto apropiado (estás hablando de un país megadiverso que intenta consolidar la paz después de 50 años de confrontación armada, y cuya implementación de lo negociado en La Habana es fragmentaria y avanza a pasos lentos) y plantea disyuntivas sobre el futuro. No te quedes con una mirada a corto plazo. Pregúntate sobre los escenarios a futuro.
Identifica las fuentes indicadas → Haz un mapeo de las universidades, centros de investigación, ONG, fundaciones, Corporaciones Autónomas Regionales (CAR) y demás actores que pueden ser importantes para tu reportería. Recuerda que un científico, como cualquier otra fuente, no es experto en todo, por lo que debes rastrear muy bien a las voces más idóneas. No te sientas mal por no incluirlas a todas; algunas personas solo te ayudarán a entender mejor el problema y a hacer preguntas más certeras. Busca todas las fuentes que consideres importantes para sacar adelante tu historia. Escucha sus posiciones, entiende sus motivaciones y miedos. No privilegies una sobre la otra sin haber indagado, como un sabueso, lo suficiente. Los excombatientes y el partido político FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) también son una fuente. Sus voces son importantes en una democracia. Acude a ellas cuando sea necesario.
Apela a la cotidianidad → No te quedes enfrascado en explicar únicamente las características de un ecosistema y las especies que allí habitan. Más allá de los números (hectáreas deforestadas, bloques petroleros en explotación, cantidad de animales y plantas, etc.), el principal desafío es lograr que la audiencia no normalice los conflictos ambientales, sino que entienda por qué son importantes y le afectan (a esta y futuras generaciones). El periodismo es, entre muchas cosas, pedagógico y ayuda a construir lazos de empatía con lo que nos rodea. Genera reflexión.
El espacio y el lugar de la violencia
¿Qué tan estratégica y necesaria ha sido la geografía nacional para que el conflicto armado perdure durante más de medio siglo? ¿De qué manera las acciones militares –legales e ilegales– despojaron de significado a la naturaleza? ¿Con el tiempo las comunidades la han resignificado? El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en su investigación Recorridos por los paisajes de la violencia en Colombia, hizo un ejercicio valioso y necesario por narrar la guerra desde otra orilla. Esta es la razón:
Más que escenarios contemplativos, los paisajes son movimiento, relaciones y conflictos. Si logramos entender lo que tienen para contarnos daremos pasos significativos para comprender los hechos ocurridos en el marco del conflicto armado, dignificar a las víctimas y poner en marcha medidas de reparación, tanto materiales como simbólicas, que tengan en cuenta las condiciones diferenciales de cada población y territorio. (CNMH, 2018, p. 9)
Los investigadores quisieron incluir dos variables: el espacio, el escenario donde ocurren las relaciones entre la sociedad y la naturaleza (pueden ser áreas geográficas que van de lo global a lo local), y el lugar, una porción concreta de espacio que ha sido organizada o dotada de sentido mediante la experiencia.
El paisaje es una relación compuesta por tres niveles en constante diálogo y dinamismo: el de la naturaleza, el de la sociedad y el de la persona que contempla. En el primero nos encontramos con la historia natural del planeta, aquí confluyen elementos vivos y no vivos como las formaciones geológicas, los cuerpos de agua, las plantas, los animales, etc.; en el segundo nivel aparece la vida social, es decir, la historia de los acontecimientos humanos, y finalmente nos encontramos con quien se sitúa frente a este paisaje y lo dota de sentido en virtud de su propia historia e intencionalidad. (Berque, A., 2009)
El principal desafío es lograr que la audiencia no normalice los conflictos ambientales, sino que entienda por qué son importantes y le afectan (a esta y futuras generaciones). El periodismo es, entre muchas cosas, pedagógico y ayuda a construir lazos de empatía con lo que nos rodea.
A partir de esos insumos, el equipo del CNMH, liderado por María Luisa Moreno y Javier Rodrigo Díaz, consolidó una base de datos de 741 lugares del territorio nacional donde las dinámicas de la guerra irrumpieron de manera sistemática y dejaron su huella tanto en la memoria de la población, como en el espacio mismo. En términos periodísticos es un desafío enorme (y fascinante, creo) hacer memoria desde el paisaje. Prestar atención a detalles que estábamos pasando por alto. Afinar el olfato. Darles la vuelta a las preguntas y sumar nuevos actores a la agenda.
Tanto el tamarindo como el pipirigallo, dos especies de árboles, por ejemplo, fueron escogidos por el grupo paramilitar Bloque Héroes de los Montes de María para cometer dos de las masacres más recordadas en la historia colombiana: la de El Salado (entre el 16 y el 21 de febrero del 2000) y la de Las Brisas (el 11 de marzo del mismo año). Alrededor de esos árboles torturaron y masacraron a campesinos, e incluso empalaron a una de las víctimas.
Un poco más abajo en el mapa, los frailejones del páramo de Sumapaz se utilizaron como trincheras que, en medio de la niebla, servían a los combatientes para protegerse del enemigo. Sus hojas los cobijaron y evitaron que murieran de hipotermia. Algunas mujeres, incluso, las usaron como toallas higiénicas. Más al sur, en el caserío de Puerto Torres, en Caquetá, el Frente Sur Andaquíes del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) conformó lo que se conoció como una escuela de la muerte, un lugar para impartir instrucciones sobre formas de tortura, de asesinato y de desaparición de los cuerpos. Esa escuela, de acuerdo con el CNMH, se ubicó en torno al colegio, la iglesia y la casa cural. El lugar tiene un árbol de mango que presenta “huellas de quemaduras, impactos de proyectil y cortes causados por arma blanca” de la época.
Humedales, ríos, quebradas, arroyos, mares, ciénagas, pantanos y manglares no se libraron de la tragedia. La práctica macabra de desaparecer cuerpos arrojándolos a los ríos de Colombia –por razones que van desde generar terror con el cuerpo flotando (o algunas de sus partes) hasta ocultar el delito y esconder la verdad– cambió la forma en que la gente se relaciona con los ecosistemas. El CNMH reporta más de 1080 cuerpos recuperados en al menos 190 ríos colombianos, aquellas arterias donde se teje la cultura y de las que depende la seguridad alimentaria de miles de personas. Los cinco ríos con más víctimas documentadas son: Magdalena, Cauca, Catatumbo, La Miel y Nare.
En el especial periodístico Ríos de vida y muerte se señala que eliminar las huellas de su crueldad no fue siempre su única intención. También “infligieron castigo a: líderes sociales (6 ríos), combatientes “indisciplinados” de sus filas o recién desmovilizados (4 ríos) y otras personas que señalaban como ladronas, drogadictas, trabajadoras sexuales y homosexuales, por considerarlas “indeseables”, o sujetos que simplemente se negaron a pagarles una ‘vacuna’ o a seguir colaborando con ellos (11 ríos)”.
En este escenario, los actores armados transformaron la cartografía de la vida cotidiana de las comunidades de varias maneras:
Escogen casas y se adueñan de ellas, estudian la geografía y ubican las trincheras en los puntos más altos, establecen retenes en los ríos, las carreteras y las trochas, crean fronteras minadas, proponen espacios para las fosas comunes, seleccionan árboles simbólicos para convertirlos en lugares del horror, marcan el paisaje con emblemas y consignas de sus grupos armados, se toman escuelas para utilizarlas como escudo. Luego, cuando se van, los lugares quedan desolados, muchos se transforman en ruinas, otros son resignificados de manera inmediata por las comunidades, algunos desaparecen del paisaje y otros se olvidan y dejan de ser visitados. (CNMH, p. 35)
El periodismo científico es una herramienta valiosa para la búsqueda de la verdad y para entender mejor las cicatrices de la naturaleza. La organización colombiana Equitas, por ejemplo, pone en práctica técnicas no convencionales de búsqueda para encontrar a los desaparecidos bajo la tierra y en los ríos. Su equipo está conformado por biólogos, geólogos, geógrafos, ingenieros, antropólogos y demás expertos en ciencias forenses que usan desde mapas satelitales (para hacer un viaje en el tiempo y entender cómo ha cambiado determinado lugar), hasta mapas en 3D para determinar si hay perturbaciones que indiquen la posible presencia de fosas.
Todas estas posibles historias relacionadas con el paisaje son apenas la punta del iceberg, sin lugar a dudas, y abren nuevas posibilidades en la agenda de los medios de comunicación. La pregunta es si estas posibilidades efectivamente transformarán esas agendas. Aún no hay una respuesta clara. Tendremos que reinventarnos y trabajar mano a mano con la academia. Y tendremos que estar atentos a cómo el posacuerdo configurará el paisaje nuevamente, ya que, sin la debida presencia del Estado, nadie garantiza que el nuevo escenario sea mejor que el anterior.
El CNMH reporta más de 1080 cuerpos recuperados en al menos 190 ríos colombianos.
El ambiente, eje transversal del posacuerdo
En comparación con otras fuentes, como la política y el deporte, los temas científicos no suelen acaparar los titulares de los medios de comunicación. Abrirles camino a estas historias no solo requiere periodistas interesados y cada vez más especializados, sino también editores que entiendan la relevancia de otras miradas y que promuevan nuevas formas de abordar los hechos.
Los periodistas aún estamos comprendiendo la dimensión que tienen el posacuerdo, la justicia transicional y la participación en política y la reincorporación a la sociedad de los antiguos combatientes de las FARC. Al mismo tiempo, continuamos sumergiéndonos en el glosario que supone el cambio climático (ver capítulo: El clima está cambiando, ¿y nosotros?): Acuerdo de París, gases de efecto invernadero, Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), servicios ecosistémicos, fracking, conectividad ecológica, acidificación de los océanos, energías renovables, entre muchos otros. Contrario a lo que se podría pensar, no estamos hablando de orillas opuestas. Todo lo contrario: hacemos reportería sobre un mundo interconectado1.
Encontrar los enfoques indicados y los verdaderos puntos de encuentro es siempre un desafío. El Acuerdo de Paz nos está ofreciendo una baraja completa de temas por cubrir. Como ya hemos visto, más que un pacto de dejación de armas, la implementación del Acuerdo incluye transformaciones profundas. Hay muchos desafíos, pero también hay muchas ventanas de oportunidades para planear un desarrollo sostenible; garantizar la reinserción económica y social de los exguerrilleros a la vida civil; fortalecer política, técnica y financieramente a las autoridades ambientales; hacer reformas rurales que tengan en cuenta la riqueza natural de los territorios; avanzar en procesos de ordenamiento territorial concertados, y luchar contra economías ilícitas que degradan los ecosistemas y ponen en riesgo la salud de comunidades enteras.
En un país con desafíos complejos que requieren soluciones igual de complejas, el periodismo tiene la responsabilidad de ayudar a reconstruir los vínculos de confianza y comprensión mutua en contextos vulnerables. Hay que narrar los percances de este proceso, el conflicto que todavía persiste en muchas zonas del país, la diversidad de actores ilegales que siguen merodeando y atemorizando a comunidades locales, las actividades criminales que ponen en riesgo la vida de líderes sociales, y, al mismo tiempo, posicionar otros enfoques que contribuyan a consolidar la paz y no enterrar la esperanza.
En una entrevista, Julio Carrizosa Umaña, miembro honorario de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, resumió este asunto con el “paradigma de la simplicidad”:
Se quieren resolver problemas complejos aplicando soluciones simples. Según Edgar Morin, “vivimos bajo los principios de disyuntiva, reducción y abstracción, lo que en su conjunto constituye el paradigma de simplificación”. El problema es que queremos colocar todo como malo o bueno, no vemos el mundo en forma dinámica, no comprendemos el pasado ni tratamos de prever el futuro, y reducimos la realidad a unas cuentas palabras.
En el libro La paz ambiental: retos y propuestas para el posacuerdo, de la organización de derechos humanos Dejusticia, el argumento de partida resume el gran desafío que afrontamos: no puede haber paz territorial sin paz ambiental.
Dado que el futuro de la paz se jugará en la periferia de la geografía nacional que ha vivido lo peor del conflicto armado, y que además coincide con algunas de las zonas más biodiversas, las políticas del Estado y las acciones de la sociedad civil y el sector privado en esos territorios serán decisivas (Dejusticia, 2017, p. 13).
Como explican los investigadores de esta organización, los asuntos ambientales estuvieron relegados en la fase del Acuerdo de Paz (peacemaking), pero no pueden eludirse en la fase de construcción y consolidación de la paz (peace building).
¿Cómo podemos entonces cubrir los asuntos ambientales que atraviesan el posacuerdo? Para responder a esta pregunta, hablé sobre el tema con siete investigadores que lo han trabajado durante años. De estas conversaciones surgieron cinco grandes temas: el territorio como víctima de la guerra, los cultivos de uso ilícito, la deforestación, la Reforma Rural Integral y los líderes ambientales. En lo que sigue, explicaré cada uno de estos ejes a partir de las perspectivas de los investigadores. Al final de cada sección se encuentran varias preguntas guías, propuestas por los expertos, que nos pueden ayudar a encontrar sinergias de temas y a entender las distintas formas en las que el medioambiente se conecta con otros ámbitos.
1Por supuesto, esto no quiere decir que debamos tender puentes a diestra y siniestra. Los puentes artificiales o mal construidos se caen solos, al igual que la credibilidad.
1. El territorio: ¿víctima de la guerra?
Belkis Florentina Izquierdo es la primera magistrada indígena de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Como parte de la ‘Sala de reconocimiento de verdad y de responsabilidad de los hechos y conductas’, tiene a su cargo el Macrocaso 002, que reconoce al territorio como víctima del conflicto armado en Colombia. No se trata de cualquier territorio. La JEP estudió, específicamente, las conductas que presuntamente fueron cometidas por las FARC y la Fuerza Pública entre 1990 y 2016 en los municipios de Ricaurte, Tumaco y Barbacoas, en el departamento de Nariño.
Allí se encuentra el Katsa Su de 32 resguardos indígenas del pueblo Awá: la madre tierra, el lugar donde desarrollan su espiritualidad, se armonizan los espíritus y ancestros y se realizan los rituales. Para ellos el territorio es entendido como “un espacio físico y simbólico en el que diferentes seres conviven y comparten espacios comunes”. Es esta cosmovisión la que se protegió.
Los más de 100 hechos que de acuerdo con los indígenas afectaron su Katsa Su incluyen conductas que van desde homicidios, desaparición forzada y amenazas hasta reclutamiento, desplazamiento forzado y restricciones y limitaciones de la movilidad en territorios ancestrales. Para la magistrada Izquierdo, el Macrocaso 002 genera una discusión jurídica, pero, sobre todo, una reflexión acerca de los daños socioambientales y territoriales que ha dejado la guerra colombiana. “Es un proceso dignificante para las víctimas porque genera participación efectiva y activa para recoger sus voces. Son ellos quienes entregan la narrativa de la verdad sobre lo que ocurrió en sus territorios”, dice Izquierdo. “Si hablamos de naturaleza, territorio, ecosistemas, ambiente, biodiversidad, le estamos apostando a una misma visión holística y conectada”.
Aunque el ambiente no se aborda de manera explícita en el Acuerdo, este sí contempla una Colombia en paz que permita alcanzar una sociedad “sostenible, unida en la diversidad, fundada no solo en el culto de los derechos humanos, sino en la tolerancia mutua, en la protección del medioambiente, en el respeto a la naturaleza, sus recursos renovables y no renovables, y su biodiversidad”. Y esa visión de país depende, entre muchas variables, del modelo de desarrollo al que le queramos apostar.
Antes de entrar en más detalles del Macrocaso 002, es importante entender las funciones de la JEP. Como mecanismo de justicia transicional, la JEP tiene la tarea de investigar, esclarecer, juzgar y sancionar los crímenes más graves ocurridos en Colombia. En esa medida, investiga a excombatientes de las FARC, a miembros de la Fuerza Pública, a civiles y a otros agentes del Estado que hayan sido procesados o cometido delitos relacionados con la guerra. Como no puede estudiar cada uno de los hechos violentos al detalle, selecciona los más graves y representativos. Hasta el momento hay siete macrocasos abiertos y uno de ellos es el de los Awá.
Lo interesante de la selección de la JEP es que, al reconocer al Katsa Su del pueblo Awá como víctima de la guerra, también se contemplan unas sanciones para repararlo. Estas actividades, trabajos u obras incluyen la “limpieza y descontaminación de municiones sin explotar, restos explosivos de guerra y minas antipersona” y programas de recuperación ambiental en las áreas afectadas por cultivos de uso ilícito o en zonas de reserva.
El Macrocaso 002 es apenas el comienzo. En diciembre de 2018 la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), en conjunto con la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), propuso que “todos los parques nacionales del país, dados sus valores excepcionales para el patrimonio natural de la nación y como lugares de altísima biodiversidad, sean reconocidos como entidades sujeto de derechos y tratados como víctimas ante la Jurisdicción Especial para la Paz”. Se planteó llevar casos emblemáticos –como el de La Macarena y la Sierra Nevada de Santa Marta–, incluyendo a los funcionarios más golpeados por la violencia.
El tema, sin embargo, tiene sus matices. Varias abogadas me advirtieron del riesgo de generalizar los impactos en los parques. Volvemos al principio: no poner todo en la misma canasta. ¿Es posible que la misma presencia de grupos armados ilegales haya podido, irónicamente, contribuir al alto estado de conservación de algunos parques naturales? ¿Todos los parques sufrieron los embates de la guerra de la misma manera? ¿Tiene el Estado alguna responsabilidad?
Puede parecer insólito que los animales y los ríos (como el Atrato y el Magdalena) y los páramos (como el Pisba) y la selva (como la Amazonía) tengan derechos, pero la organización Dejusticia recuerda que en otra época era igual de extraño que los niños, los esclavos o las empresas los tuvieran. Por otro lado, “tratar como sujetos jurídicos a los animales y a la naturaleza en general no significa reconocerles todos los derechos”, explica Dejusticia. Pensar en el medioambiente como víctima y sujeto de derechos puede permitir que “las políticas y los programas del posacuerdo tengan en cuenta las repercusiones del conflicto armado en el patrimonio natural del país. Acoger esta postura puede influir también en las decisiones que se tomen sobre los mecanismos de justicia, reparación y memoria que se implementen” en esta etapa.
Preguntas que recomiendan
la magistrada Belkis Izquierdo
y la abogada Juliana Sepúlveda:
- ¿Cuál es la comunidad sobre la que voy a investigar?
- ¿Entiendo la cosmovisión del pueblo (indígena o afrodescendiente) sobre el que voy a informar?
- ¿Qué actores hicieron presencia en ese territorio y en qué periodos?
- Si decimos que el territorio está vivo, ¿ubico geográficamente los ríos, montañas, cuevas, sitios sagrados y la riqueza natural que allí habita?
- ¿Cuáles serían las sanciones propias más efectivas para este territorio en específico
- ¿Existen estudios para conocer cuáles fueron los impactos que tuvo la guerra en este territorio en particular? Si no, ¿estoy visibilizando los vacíos de información?
- ¿Estoy consultando a las justicias ancestrales para conocer los impactos que la misma comunidad tiene documentados? ¿Valoro los diálogos interculturales?
- ¿Cómo se recaudaron las pruebas que se usaron para tomar la decisión final en la JEP?
- ¿Entiendo cómo se hace el proceso de acreditación a la JEP para participar?
- ¿De qué manera el territorio podría aportar a la verdad, justicia y no repetición?
2. Cultivos de uso ilícito
María Alejandra Vélez y David Restrepo Díaz, dos investigadores de economías ilícitas y desarrollo rural en el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes, tienen varias inquietudes sobre el cubrimiento periodístico que se ha hecho en Colombia alrededor de la coca.
De acuerdo con Vélez y Restrepo, no hemos escudriñado lo suficiente la historia de esta planta ancestral, ni hemos entendido las distintas dinámicas –nada sencillas y bastante heterogéneas, por cierto– que se tejen alrededor de su explotación lícita e ilícita. Tampoco hemos sido claros con nuestros lectores, oyentes y televidentes sobre cuál es el eslabón de la cadena del que estamos informando (cultivo, producción/transformación, comercialización o consumo). Y a veces pasamos por alto la historia humana que hay detrás, incluso equiparando al narcotraficante con el pequeño cultivador.
En ocasiones, “el cubrimiento periodístico en Colombia ha contribuido a darle continuidad a la estigmatización de la hoja de coca”, dicen los investigadores. Por eso, habría que tener claros dos conceptos, que son distintos: correlación y causalidad. Los cultivos de coca están correlacionados con mayores tasas de violencia, pero no son su causa. En cambio, el hecho de haberse declarado ilegales una planta y los alcaloides derivados de ella, sí es una de las principales causas de los altos niveles de homicidio que padecen muchos territorios en el país.
En el libro Los debates de La Habana: una mirada desde adentro, el periodista Andrés Bermúdez cuenta que una de las discusiones más importantes sobre la sustitución de cultivos de uso ilícito que se dio durante las negociaciones en Cuba giró en torno a cómo garantizar que los campesinos que los erradicaban pudieran vivir dignamente. Esto es preocupante sobre todo durante el periodo de su transición hacia la legalidad, cuando sus nuevas alternativas económicas aún no son productivas. Relacionado con esto, también está la cuestión de cómo garantizar que los campesinos no se vean obligados a volver a sembrar cultivos ilícitos.
“La importancia de asegurar ese bienestar de los cultivadores generó dos debates distintos, pero íntimamente ligados: primero, ¿debería el Estado remunerar a los campesinos durante el periodo en que son más vulnerables? Y segundo, ¿debería ser gradual el proceso de sustituir los cultivos? (…) Este doble debate se zanjó con varias soluciones. Como punto de partida, se reconoció que el proceso de erradicación y sustitución —llamado en el Acuerdo Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS)— tiene dos momentos: un primer periodo en que el campesino erradica y comienza a poner en marcha su nueva alternativa económica, y un segundo periodo en que esa actividad ya le genera los ingresos necesarios para subsistir”, explica Bermúdez.
El cuarto capítulo del Acuerdo de Paz, llamado ‘Solución al problema de las drogas ilícitas’, parte de que la situación anterior está ligada a condiciones de pobreza, marginalidad, débil presencia institucional y a organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico. El documento contempla explícitamente el reconocimiento de los usos ancestrales y tradicionales de la hoja de coca, como “parte de la identidad cultural de la comunidad indígena”, y la posibilidad de utilizarla “para fines médicos y científicos”. El capítulo habla de la necesidad de que las comunidades que habitan las zonas afectadas por cultivos de uso ilícito gocen de “condiciones de bienestar y buen vivir” y que aquellas que están directamente relacionadas con la actividad reciban “oportunidades para desvincularse definitivamente”. En esa segunda etapa el Gobierno debe invertir en obras de infraestructura, formalización de la propiedad y asistencia técnica.
Hay mucha tela por cortar aquí, sin lugar a dudas, pero, como ejemplo, vamos a enfocarnos en dos asuntos que pueden ser más cercanos al periodismo científico: los impactos ambientales y sociales de la aspersión con glifosato, y la relación entre la deforestación y la coca.
Según David Restrepo, toda la evidencia disponible hasta la fecha muestra que es falso asegurar que la aspersión con glifosato es necesaria para detener el narcotráfico y combatir los grupos armados al margen de la ley en el país. Las razones son tres: 1) la aspersión es ineficaz en reducir los cultivos de coca y más bien logra propagarlos por el territorio nacional… pues se “mudan” de un lugar a otro; 2) no debilita a los narcotraficantes, quienes se enfocan en los eslabones de cristalización de clorhidrato de cocaína y su comercialización, no en el cultivo, y 3) fortalece a los grupos armados, ya que debilita la resistencia local contra estos actores y deslegitima al Estado ante la población.
La evidencia sobre el daño que causa el glifosato tanto en las personas como en los ecosistemas sigue discutiéndose, aunque la IARC (la Agencia Internacional para el Estudio del Cáncer), la máxima autoridad científica en oncología a nivel mundial, lo clasificó como probablemente cancerígeno en 2015. Su uso tendría un efecto adverso sobre la salud relacionado con abortos espontáneos, enfermedades dermatológicas, afecciones respiratorias y cáncer. Eso por no mencionar los efectos perjudiciales que tiene en las fuentes hídricas, el suelo y los animales.
Por otro lado, la relación entre coca y deforestación es todo menos simple y nueva. En el reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de 2018, esta entidad señaló que la coca sigue siendo una amenaza para la diversidad cultural y biológica de Colombia no solo por su presencia en el territorio, sino por las implicaciones sociales, culturales y ambientales que esta conlleva. Cerca de la mitad (47 %) de las 169 000 hectáreas cultivadas de coca en el país se encuentran en zonas de manejo especial; parques naturales, resguardos indígenas, tierras de comunidades negras y zonas de reserva forestal de Ley 2.
Alejandra Vélez y Camilo Erasso (2020) compilaron los resultados de la última literatura científica y, al parecer, la expansión de la coca es en sí misma una señal de la frontera agrícola, pero no la causa principal de la deforestación. Más bien sería la punta de lanza para dinamizar otras actividades en las áreas circundantes que implican pérdidas significativas de cobertura boscosa (actividades agropecuarias, pistas, carreteras, asentamientos humanos).
Como investigadora, Vélez ha insistido en que la política de drogas y la política ambiental deben conversar, pues responden a un problema de desarrollo rural y a puntos estructurales que no fueron resueltos para los campesinos: falta de tierras, falta de presencia del Estado en el territorio, falta de alternativas productivas viables. Esto, traducido a la reportería, significa que los asuntos relacionados con cultivos de uso ilícito no se limitan únicamente al narcotráfico, sino a mecanismos como la sustitución voluntaria concertada con las comunidades, la erradicación manual forzosa, la misma aspersión aérea, la inversión en desarrollo rural, salud pública y educación, la seguridad y judicialización, y los saberes ancestrales.
Preguntas que recomiendan
María Alejandra Vélez y David Restrepo Díaz:
- La historia que investigo es un caso de correlación o de causalidad?
- ¿Estoy hablando de coca o cocaína?
- ¿De qué parte del eslabón de toda la cadena de narcotráfico estoy informando? ¿Lo pongo en perspectiva?
- ¿Estoy generalizando los impactos ambientales del cultivo en un territorio determinado?
- ¿Estoy sumando una perspectiva histórica y/o compartida (con otros países, por ejemplo) sobre el uso de esta hoja?
- ¿He preguntado lo suficiente sobre la economía rural del lugar que estoy visitando?
- ¿Cuáles son las motivaciones de los cultivadores? ¿En dónde están cultivando? ¿Cuántas hectáreas? ¿Qué había antes?
- ¿Me intereso por conocer los otros usos de la hoja de coca, como productos alternativos lícitos de té, harinas y bebidas?
- Sobre la aspersión con glifosato, ¿hubo consulta previa con las comunidades? ¿Se surtió algún proceso de participación? ¿Hubo acuerdos individuales antes?
- ¿Entiendo en qué consiste el Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) planteado en el Acuerdo de Paz?
3. Deforestación
El año 2020 empezó con una grieta en la agenda ambiental del país: en apenas tres días del mes de marzo, las disidencias de las FARC lograron desterrar a casi 20 funcionarios de Parques Naturales y dejar al sector sumido en una de las más graves crisis de gobernabilidad en la historia de las áreas protegidas. Chiribiquete –patrimonio mixto de la humanidad por la Unesco–, Cahuinarí, Yaigojé Apaporis, La Paya y Puré quedaron, una vez más, a merced de la ilegalidad.
No se trata solo de la Amazonía –la región que concentra el 62 % de la deforestación nacional, con más de 98 000 hectáreas arrasadas en 2019–, sino de la gente que dedica su vida a cuidar la naturaleza del segundo país con más especies de animales y plantas en el planeta, en medio de un posacuerdo inestable en el que el miedo sigue merodeando en las zonas más profundas de Colombia. En la última década, una docena de funcionarios han sido asesinados por su labor.
Este fenómeno, en el que las motosierras retumban y el bosque fragmentado luce como un tapete de retazos desde el aire, tiene una particularidad: es visible. Y se trata, tal vez, del mayor desafío ambiental que enfrenta el país. De acuerdo con Global Forest Watch, Colombia es el cuarto país con mayor deforestación en el mundo, superado solo por Brasil, República Democrática del Congo e Indonesia.
Para el investigador Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), quien lleva varios años siguiéndole la pista al tema en la Amazonía, el Acuerdo de Paz abrió las puertas a un nuevo periodo de lucha por la tierra que, durante mucho tiempo, había estado controlada por un único actor fuerte: las FARC. “Ahora, con la débil implementación del Acuerdo, especialmente lo que corresponde al punto 1 de la Reforma Rural Integral, se está dando un proceso caótico y desenfrenado de apropiación. Y esto es nuevo: ya no existen territorios divididos o antagónicos, sino que en un solo sitio pueden coexistir, seguramente a través de acuerdos, disidencias, paramilitares, empresas de lavado de activos, políticos y pequeños campesinos bajo unas nuevas reglas y formas de operar”, señala.
Para que alguien se apropie de un pedazo de tierra es necesario que tumbe el bosque. En palabras de Botero: “Detrás del árbol caído hay alguien que eternamente tendrá posesión de la tierra”. En esa nueva receta que se empieza a cocinar, las vacas no son cualquier ingrediente: son la bandera que señala ‘esto tiene dueño’ y “son una mejor manera de mover dinero”.
En el último trimestre del 2019 (octubre-diciembre) el escenario fue alarmante. En ese periodo, las 13 alertas de deforestación que identificó el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM) se concentraron en la Amazonía, una región que nos proporciona el 20 % de la circulación de agua y aire cada día. En total, se perdieron 28 000 hectáreas de bosques, una zona del mismo tamaño del municipio de Líbano, en Tolima.
Dolors Armenteras, bióloga, magíster en Conservación Forestal y doctora en Geografía, ha señalado varias veces que evaluar la deforestación es difícil por todas las variables que entran en juego: la región, los tipos de bosque, las dimensiones de los ecosistemas, la incidencia de factores externos como el clima. Según indica, podríamos llegar a un punto de no retorno si el 40 % de la Amazonía se deforesta. El resultado sería una “bomba de carbono”, pues el ecosistema liberaría a la atmósfera millones de toneladas de carbono que antes capturaba. Este escenario podría ocurrir en los próximos 10 o 15 años.
Visibilizar las amenazas que acorralan a los distintos bosques del país podría ayudar a evitar consecuencias irreversibles que no solo afectarán a Colombia, sino al mundo. El desafío siempre será que la gente comprenda la importancia de un árbol: oxígeno, alimentación, agua, cultura, recreación y ocio, entre muchos otros.
Deforestación histórica
AÑO – HECTÁREAS
Preguntas que
sugiere Rodrigo Botero:
- ¿Cuáles son los territorios afectados?
- ¿Qué características tienen esos sitios para que concentren la deforestación?
- ¿Cuáles son las poblaciones que se ven directamente afectadas por la pérdida de bosque natural?
- ¿Cuál es el impacto ambiental, social, económico y cultural de la deforestación a nivel local? ¿Y nacional?
- ¿Existen grupos armados (legales e ilegales) que hacen presencia allí? ¿Podrían tener intereses específicos en tumbar el bosque?
- ¿Existen fenómenos de migración asociados a la deforestación?
- ¿Cuál es el principal motor? ¿Coca, infraestructura, frontera agropecuaria, industrias extractivas?
- ¿Cuál es el estatus legal del suelo donde está concentrada la deforestación? ¿Son baldíos de la nación o a quién pertenece?
- ¿Hay concentración en la apropiación de tierras en las zonas deforestadas?
- ¿Qué dicen las autoridades del Gobierno nacional? ¿Cuáles son las medidas contundentes que se han tomado para frenar la deforestación y judicializar a los máximos responsables? ¿Quién está deforestando (la mano de obra) y quién está dando la orden?
4. Reforma Rural Integral
Si hay un tema que forma parte esencial de la violencia en Colombia, y por eso mismo del Acuerdo de Paz, es la tenencia y distribución de la tierra. El primer punto contempla precisamente esto: la transformación estructural del campo para reversar los efectos del conflicto y cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia del mismo en el territorio.
Es tal la importancia de este punto dentro del Acuerdo que, de los $129 billones que se estima cuesta la implementación de todo lo pactado, $110 billones están destinados a la Reforma Rural Integral (RRI). El capítulo hace énfasis en tres elementos: los mecanismos para el acceso y uso de la tierra, los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y los planes nacionales sectoriales.
Para sacarlos adelante se necesita proveer de bienes y servicios públicos a la ruralidad: con infraestructura (vías terciarias, riego, electricidad, conectividad), desarrollo social (salud, educación, vivienda, agua potable, formalización laboral, protección social y derecho a la alimentación), y estímulos a la producción agropecuaria y a la economía solidaria (asistencia técnica, tecnología, formación y capacitación, créditos, mercadeo y comercialización).
Para Andrés García Trujillo, exasesor del gobierno en los diálogos de paz y actualmente asociado al Instituto para las Transiciones Integrales, lo crucial de la Reforma Rural Integral es la “apuesta por fortalecer la presencia del Estado colombiano, por generar desarrollo rural con equidad y por realmente garantizar que los ciudadanos rurales cuenten con todas las oportunidades necesarias para alcanzar sus proyectos de vida”.
El principal mecanismo que estableció el Acuerdo para dotar de tierra a campesinos sin tierra o con tierra insuficiente es el Fondo de Tierras, al que deben ingresar tres millones de hectáreas para ser adjudicadas de forma gratuita, empezando por las zonas más golpeadas por la guerra.
Para 2020, según detalla El Espectador, a este fondo solo han ingresado
1 000 404 hectáreas; es decir, poco más del 30 % de la meta estipulada. “Pero a la promesa de entregar tres millones de hectáreas se suma la de formalizar otras siete millones de hectáreas de tierra a campesinos que las ocupan o poseen y son sus legítimos dueños. Como parte de los mecanismos de acceso y uso de la tierra, la RRI incluyó de igual manera el catastro multipropósito, que debe actualizar la información predial, que, según se estima, está desactualizada en el 66 % del territorio nacional y en otro 28 % ni siquiera tiene formación catastral”, se advierte.
No es sencillo. La Reforma Rural debe integrar a las regiones, contribuir a erradicar la pobreza, promover la igualdad y asegurar el pleno disfrute de los derechos humanos; mientras se respeta la función ecológica de los ecosistemas. Para García Trujillo los principales retos son: la voluntad política (a nivel nacional y local), el espacio fiscal para llevar a cabo las diferentes inversiones públicas que se requieren, y la apropiación por promover la implementación del punto 1 con visión de integralidad y urgencia.
Según García, el cierre de la frontera agrícola y la protección de zonas de reserva son uno de los principales desafíos en materia ambiental. El Gobierno se comprometió en el Acuerdo a “proteger las áreas de especial interés ambiental y generar para la población que colinda con ellas o las ocupan, alternativas equilibradas entre medioambiente y bienestar y buen vivir”. Pero si no hay un catastro actualizado es muy complicado conocer la cantidad, el valor y las características de los predios e inmuebles que tenemos.
Hay también otra serie de desafíos, según Trujillo: “La preservación de las fuentes hídricas, la resolución de conflictos alrededor del uso del suelo y la explotación de recursos naturales, la prestación de servicios ambientales por parte de las comunidades rurales, las diferentes formas de combinar la productividad agrícola con la preservación del medioambiente, la deforestación, la salvaguarda de los pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes”.
Preguntas sugeridas
por Andrés García:
- ¿Cuáles son los tipos de tenencia y los usos de la tierra? ¿Son legales?
- ¿Las actividades que se están desarrollando son compatibles con la vocación del suelo?
- ¿Esos usos están orientados a promover la sostenibilidad ambiental?
- Si hay conflictos alrededor de la tierra, ¿se están solucionando de manera pacífica y a través de mecanismos institucionales o, más bien, a través de formas ilegales y violentas?
- ¿Cuáles son los actores que están llegando al territorio? ¿Son nuevos o ya estaban ahí?
- ¿Cuál es el uso que se le da al agua?
- ¿Se está asegurando la delimitación del cierre de la frontera agrícola o se está expandiendo? ¿De qué manera y por qué?¿A quién beneficiaría?
- ¿Cuáles son los mecanismos para apoyar a las comunidades rurales que habitan ecosistemas frágiles para que tengan una reorientación de su actividad económica? ¿Esa actividad hace compatible la generación de ingresos con la sostenibilidad ambiental?
- ¿De qué manera la política de sustitución de cultivos de uso ilícito está impactando la salud de los habitantes rurales y del medioambiente?
- ¿Cuáles son los proyectos alternativos de sustitución voluntaria que puedan ser compatibles con la conservación y protección de la naturaleza?
5. Líderes ambientales
Defender los ríos, selvas, páramos, manglares y montañas de América Latina y el Caribe es una labor que puede pagarse con la vida. El último informe de Global Witness revela que 212 defensores de la naturaleza fueron asesinados en el 2019. Colombia (con 64 muertes), Filipinas (43), Brasil (24) y México (18) son los casos más críticos de todos, “aunque es probable que nuestros datos estén subestimados, dado que muchos asesinatos no se denuncian, documentan ni investigan, especialmente en las zonas rurales”, advierte la investigación.
En promedio, cuatro defensores han sido asesinados cada semana desde diciembre de 2015, cuando se firmó el Acuerdo de París.
En 2020, la investigación Tierra de Resistentes, de la que fui coordinadora y editora, revela una situación similar. Un grupo de periodistas analizamos ataques violentos en diez países de la región (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Honduras, Guatemala, México, Perú y Venezuela) durante los últimos once años (2008-2019). Hallamos 2367 hechos victimizantes. Estos reflejan distintos tipos de violencia que van desde acoso judicial y amenazas, hasta desaparición, desplazamiento y asesinatos.
Los datos –que no pretenden ser un retrato completo de los ataques ocurridos durante ese periodo, dado que el subregistro es grande– revelan que el 48 % de esos episodios de violencia (1146 registros) fueron contra líderes de alguna minoría étnica. Ellos se defienden, principalmente, de actividades como la agroindustria, la tala y la minería. Solo en Colombia, de 15 etnias afectadas, 11 han sido declaradas en riesgo de extinción por la Corte Constitucional.
Para Lina Muñoz Ávila, Ph. D. y directora de la especialización y maestría en Derecho y Gestión Ambiental de la Universidad del Rosario, hay cuatro grandes retos para garantizar la protección de los defensores de los derechos humanos en asuntos ambientales:
- Fortalecer las capacidades de las autoridades judiciales y de investigación para combatir la impunidad.
- Contrarrestar la falta de participación de los defensores para la construcción de las normas, políticas y reglamentaciones que establecen sus medidas de protección.
- Eliminar las barreras para el acceso a la justicia por parte de los defensores.
- Visibilizar los riesgos sin exponer a las personas divulgando detalles personales o de sus familias.
Una de las herramientas más fuertes que hay en este momento para garantizar el acceso a la información, la participación, la justicia y el fortalecimiento de capacidades de los defensores del ambiente en la región es el Acuerdo de Escazú; el primer tratado internacional que contempla medidas específicas para protegerlos. Los Estados asumen responsabilidades claras con su ratificación.
Preguntas que
recomienda Lina Muñoz:
- ¿Quién es un defensor ambiental y qué lo caracteriza?
- ¿Por qué los están matando? ¿Qué están defendiendo?
- ¿Quiénes son los perpetradores?
- ¿Cuál es la responsabilidad del Estado y las empresas privadas en los ataques violentos?
- ¿Por qué las minorías étnicas (indígenas y afrodescendientes) son las más vulnerables?
- ¿Existen patrones distintos dependiendo del género?
- ¿Por qué las cifras oficiales no coinciden con las de las organizaciones no gubernamentales?
- ¿Por qué las medidas para proteger a los defensores ambientales no son suficientes y efectivas?
- ¿Por qué desde las ciudades nos deberían importar sus luchas?
- ¿Cómo podemos ayudar a protegerlos?
Acuerdo de Escazú
¿Cuáles son los pilares?
Información, participación, justicia y fortalecimiento de capacidades.
¿Qué dice exactamente y por qué es importante?
i) Garantiza que los ciudadanos puedan tener acceso completo y detallado a información sobre temas ambientales y grandes proyectos en sus territorios. ii) Promueve una mayor participación ciudadana y facilita el acceso a la justicia. iii) Propone prevenir, investigar y sancionar todos los ataques contra defensores de los derechos ambientales. iv) Contribuye a la protección del derecho de cada persona, de las generaciones presentes y futuras, a vivir en un ambiente sano y al desarrollo sostenible.
¿En qué va Escazú en junio de 2020?
Se necesita que 11 de los 33 países de América Latina y el Caribe lo ratifiquen para que pueda entrar en vigor. Hasta el momento 9 ya han ratificado y 13 faltan por hacerlo (Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica, Granada, Guatemala, Haití, Jamaica, México, Paraguay, Perú, República Dominicana y Santa Lucía).
En el capítulo 2 del Acuerdo de Paz, hay una sección titulada Garantías de seguridad para líderes y lideresas de organizaciones y movimientos sociales y defensores y defensoras de DD. HH. Allí se establece el principio de protección de sus derechos. Este principio es abordado para la prevención de posibles agresiones a organizaciones, movimientos e individuos defensores de derechos humanos, al señalar que se requiere: i) un Sistema de Alertas Tempranas; ii) un despliegue preventivo de seguridad; iii) un sistema de coordinación; y iv) visibilizar la labor que realizan líderes y lideresas de organizaciones y movimientos sociales y defensores y defensoras de derechos humanos.
Referencias
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Bermúdez, L. (2019). Los debates en La Habana: una mirada desde adentro. Barcelona, España: Fondo de Capital Humano para la Transición Colombiana, Instituto para las Transiciones Integrales (IFIT).
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Entrevista
JUAN BELLO,
JEFE DE LA OFICINA EN COLOMBIA DEL PROGRAMA DE LAS NACIONES UNIDAS PARA EL MEDIOAMBIENTE.
Foto: cortesía.
¿Cuáles son los factores determinantes para que un acuerdo de paz tenga o no éxito?
Aunque cada proceso de construcción de paz tiene sus propias particularidades, algunos expertos señalan cinco factores que hacen más difícil un acuerdo de paz o su implementación. El primero es si hay más de dos actores involucrados en el conflicto, y las dificultades inherentes a que todos participen en la mesa de negociación. El segundo es el nivel de polarización social con respecto al proceso de construcción de paz; si la sociedad en general apoya el proceso obviamente las posibilidades de éxito son mayores. El tercero, si los momentos determinantes de la negociación, firma o implementación del acuerdo coinciden con periodos electorales; cuando esto sucede existe el riesgo de que el proceso se politice y se pierdan de vista los objetivos más amplios y de largo plazo. El cuarto factor es si el territorio donde ocurre el conflicto (que puede ir desde una región específica dentro de un país hasta varios países) es rico en recursos naturales, ya que se pueden involucrar intereses de actores no directamente relacionados con el conflicto y hacer más compleja la negociación o implementación de los acuerdos. Finalmente, el quinto factor es si hay economías ilegales capaces de mover grandes cantidades de dinero de una u otra forma asociadas o asociables al conflicto. La situación se complica aún más cuando dos o más de estos factores ocurren simultáneamente. En el caso colombiano, coinciden todos.
¿Por qué la naturaleza debe entenderse como un aspecto transversal al Acuerdo de Paz en Colombia, el segundo país más biodiverso del planeta?
La razón es simple: cualquier acuerdo o proceso de paz en este país pasa por resolver, entre otras, la forma como se habitan y utilizan los territorios. Y esto lleva ineludiblemente a qué hacer con toda esa riqueza natural que existe allí. En algún punto hablar de paz implica hablar de cómo resolver esas complejas relaciones entre biodiversidad, recursos naturales, comunidades locales, sectores productivos, etc. Es muy difícil imaginar escenarios para Colombia donde a pesar de la destrucción de la naturaleza y la degradación ambiental se alcance la paz, entre otras porque los medios de vida de millones de colombianos dependen directamente de esa naturaleza, y porque, en un sentido más amplio, el derecho a un ambiente sano es un derecho fundamental.
¿Qué tanto se incluyen los asuntos ambientales en nuestro Acuerdo de Paz? ¿Cuáles son las falencias y vacíos más significativas?
El Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP ha sido reconocido mundialmente por ser uno de los primeros en incluir referencias explícitas a la protección de la naturaleza y a temas ambientales. Sin embargo, esa dimensión no alcanzó a entrar como uno de los ejes principales y ha sido dejada de lado en el proceso de implementación. Por ejemplo, al inicio del proceso de implementación, la institucionalidad ambiental avanzó en la definición de determinantes ambientales para integrarlas a los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET); sin embargo, en la medida en que estos programas fueron avanzando, esas consideraciones pasaron a un segundo plano y los esfuerzos se enfocaron cada vez más en inversiones concretas, como la construcción de vías o el apoyo a proyectos productivos tradicionales. El problema es que estas actividades ocurren en territorios que son biodiversos por naturaleza y que enfrentan desafíos ambientales enormes en temas como la deforestación, la extracción ilícita de minerales, el tráfico de fauna o la contaminación. Disociar el ambiente del desarrollo rural y la construcción de paz en los territorios implica dejar tareas pendientes para el futuro.
¿Puede el ambiente ser un escenario de reconciliación? ¿Tal vez un puente entre víctimas y victimarios?
Definitivamente, sí. Es muy significativo que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) tenga ya un marco establecido para reconocer al ambiente como víctima del conflicto, lo cual abre la puerta para que sea sujeto de reparación. De esta forma se podría avanzar en la restauración ecológica de las áreas degradadas por el conflicto y, por qué no soñarlo, de una nueva ruralidad para Colombia bajo la visión de vida en armonía con la naturaleza. En todo caso, como se mencionó antes, la construcción de paz en Colombia pasa por abordar los temas ambientales, por tomar decisiones sobre la forma como se maneja esa enorme riqueza ambiental del país. Por esta razón debe haber reconciliación en torno a los asuntos ambientales. El país tiene impactos acumulados de la degradación ambiental, los cuales generan riesgos y vulnerabilidades en los territorios, con tendencia a empeorar y a ser más difíciles de remediar con el paso del tiempo y sumando los efectos del cambio climático. Solucionar estos problemas implica llegar a acuerdos, a tender esos puentes entre víctimas y victimarios, a pensar la reparación del ambiente como una reparación colectiva que nos beneficia a todos, incluyendo a las generaciones futuras.
Una guerra tan extensa como la nuestra hizo que el periodismo priorizara cierto contenido. La violencia acaparó la agenda informativa. ¿Cuál cree que debe ser el papel del periodismo científico en esta nueva etapa?
Claramente, uno de los primeros aspectos que surgió luego de la firma del acuerdo fue la posibilidad de hacer expediciones científicas a lugares que por décadas estuvieron vetados para la investigación, y de contar esas expediciones. Esos relatos son esenciales para ayudar a conectar el país entero a esas realidades que parecen tan lejanas, pero que son la esencia misma de lo que es Colombia. Pero esa ventana duró poco porque tristemente la violencia regresó a esos territorios. En este momento el periodismo científico da la posibilidad de abordar preguntas complejas, preguntas que hilan desde las historias de vida en los territorios, hasta las trayectorias de cambio planetario y escenarios futuros. En medio de tanta información (y desinformación), el periodismo científico puede ayudar a confrontar a la sociedad sobre qué tan conectada está con la realidad socioecológica del país. Puede ayudar a superar esa disonancia cognitiva que nos impide actuar frente a la evidencia científica. Aunque suene muy ambicioso, el periodismo científico puede convertirse en un eje central para la educación de toda la sociedad, de conexión entre lo urbano y lo rural, de conciliación con la diversidad y de búsqueda de nuevos modelos de vida y de desarrollo basados en la conservación y uso sostenible de la biodiversidad.
¿Puede haber paz ambiental sin paz territorial?
En el contexto colombiano, muy difícilmente. También depende de cómo se definan paz ambiental y paz territorial. El control de un territorio por parte de un actor del conflicto puede significar “paz ambiental” (por ejemplo, en términos de vedas a la caza de animales o controles a la deforestación), pero no significa necesariamente que haya “paz territorial”. Paz territorial tampoco implica que haya paz ambiental, si quienes habitan ese territorio desarrollan prácticas que causan degradación ambiental. Por esta razón, y en un sentido más amplio, la paz en los territorios debe incluir no solo la resolución de los conflictos asociados al acceso y uso de los recursos naturales, sino también las decisiones sobre cómo relacionarse con la naturaleza, cómo cuidarla, cómo usarla. Llegar a acuerdos sobre esas decisiones en territorios donde confluyen visiones tan distintas como las de los pueblos originarios, los campesinos, los latifundistas o las industrias extractivas es increíblemente difícil y complejo. Pero definitivamente posible.